un collar de turquesas

matisse

lo cierto es que yo no soportaba a mi padre, por nada en concreto, pero… no lo soportaba. era demasiado hosco, demasiado serio, y su lenguaje se había ido empobreciendo progresivamente y, si me permites la expresión, desplazándose hacia el gruñido. sobre todo desde que me sorprendió con iria -su sobrina- su ojito derecho, en una de las habitaciones, que nos estábamos peleando y riéndonos encima de la cama y… nos sorprendió, que debía de llevar un buen rato allí de pie, y ya no volvió a dirigirme la palabra. fíjate que cuando me fui, que yo quería estudiar filosofía o filología o algo que me sirviese de base, que mi intención era convertirme en un gran escritor, y mi padre me dijo que no, que él no estaba dispuesto a mantener mis -bobadas de postín- que me ganase la vida como se la ganaba todo el mundo, trabajando, y que en mi tiempo libre —allá tú, si te apetece emborronar papel, pues…— así que entré en la escuela de hostelería, y gracias a iria, que intercedió, que si no… y… al marcharme, con el taxi en la puerta, le dije —papá, me voy, que…— y él me respondió sin mirarme —vale…— y me fui. iria lloró, y yo la vi llorar y también lloré, que las lágrimas son contagiosas. y además, era la única persona que se interesaba por mí, que me telefoneaba todas las semanas, el sábado, para preguntarme si estaba bien, y si la echaba de menos, nuestras peleas y eso, y que ella sí que me echaba de menos —muchísimo…— que yo no podía entenderlo porque era un crío —y los críos no entendéis de sentimientos…— y que si no fuese por mi padre, porque tenía que cuidarlo, se vendría conmigo a la ciudad. que la convivencia con mi padre cada vez era más difícil, que últimamente no paraba de quejarse, y que no tenía hijo, que nunca lo llamaba por su cumpleaños ni por su santo ni por navidad, como si no existiese, y… por qué no iba a pasar las fiestas con ellos 
—por favor… ¿vienes?... di que sí, anda, que el año pasado no viniste y... 
—no sé… pero si voy, te llevo un regalo… 
—no, no quiero regalos… mi regalo es que vengas… 
—ya lo tengo… 
—¿el qué?
—el regalo, ya te lo compré… 
—estás loco… ¿y qué es? 
—ah, es una sorpresa… 


y era el collar de turquesas que le había comprado a mabel. y como soy escritor, me inventé una historia, que mi madre en su lecho de muerte me había mandado llamar y me había dicho que abriese el cajón de su tocador —el de la derecha…— y que cogiese un estuche de terciopelo negro que guardaba para mí —hijo mío, ese collar de turquesas es para ti, para que cuando seas mayor se lo regales a tu mujer, a tu esposa ¿eh?— y es lo que iba a contarle a mabel. porque a iria no podía contarle eso, que sabía más de mi familia que yo, que una vez mi padre se enfadó conmigo, no recuerdo por qué, y empezó a gritarme que mi madre se había suicidado por mi culpa, que había caído en una depresión profunda nada más verme, y que no le extrañaba —¡que le diste un postparto de cojones!— y me tiraba cosas, la jarra del vino y los platos y tenedores y… y yo me escapé de casa y corrí a refugiarme en una cabaña que habíamos construido iria y yo cerca del río, en una desviación del camino de sirga, que había un pequeño claro, y… era nuestro refugio, allí hacíamos el amor, o lo que hagan los niños, lo hicimos muchas veces, hasta que se fue a un campamento de verano con las monjas, que son unas meticonas, siempre indagando, y… regresó y no me dejaba tocarla, y que no y que no —que una mujer debe hacerse valer y respetar y…— lo que resultaba bastante ridículo, porque ella no tenía más de once años y yo aún no había cumplido los diez, y… era ridículo… y estaba en la cabaña, llorando, y al anochecer vino iria a buscarme y me dijo que ya podía volver a casa, que a mi padre se le había pasado el enfado, y que no llorase, que yo no era culpable de… lo que había sucedido, que mi madre era una depresiva, una enferma, y no era culpa de nadie, y… hablábamos de mabel, que la conocí en la escuela de hostelería, y enseguida congeniamos y alquilamos una habitación y nos fuimos a vivir juntos. y ella quería montar un establecimiento donde se sirvieran cócteles —¿no sabes? un sitio fino y moderno...— y yo le dije que la ayudaría, que haría todos los cócteles que quisiera, mañana, tarde y noche, pero que a las doce en punto, con las campanadas, me transformaba en escritor y me encerraba en casa a escribir, y ella —¡trato hecho!— y estábamos tan ilusionados con el proyecto que me inventé esa historia de mi madre y le compré el collar para regalárselo en su cumpleaños. y lo escondí en el escritorio, bueno, en la mesa donde escribía, debajo de mis cuadernos, que ella ahí no andaba. que en el tiempo que vivimos juntos, te juro que nunca la vi manifestar ninguna curiosidad por el acto creativo en sí, ni por el lenguaje escrito ni… al menos por el mío. que una vez le dije que había comenzado la redacción de una novela, y ella —¿sí? ¡qué bien! ¿y de qué va?— y le estoy contando el argumento, y ella en la luna, de verdad, como si se lo estuviese contando a la pared, y de repente me interrumpe muy animada —¡ah! ¿sabes a quién me encontré por la calle real?— que es lo único que le importaba, en serio, que sólo le importaban los cócteles y los vestidos y la gente de categoría y presumir y esa mierda, y… resumiendo, que faltaban un par de semanas para su cumpleaños y se le infecta un dedo ¿no? el dedo gordo del pie, que siempre se arrancaba los pellejitos, tenía esa manía, y se le infectaban, y… se le puso el dedo hinchadísimo, ENORME, que no podía ni caminar. y vamos al podólogo, y las curas y… casi todas las tardes, se arreglaba mucho y se iba a hacer las curas ¡con zapatos de tacón! y yo sin enterarme de nada, que no sé si alguna vez has escrito una novela, que estás como obnubilado, inmerso en tu mundo, y no te enteras de lo que ocurre a tu alrededor. y un día viene y me dice —tenemos que hablar…— y… en definitiva, que ya está curada, pero… que el podólogo y ella… —sin pretenderlo ¿eh?— se han enamorado y quieren casarse cuanto antes, en cuanto le presente a su familia 
—es de una familia muy… ya verás, te va a encantar, es muy agradable, y lee mucho… y además, tú… ya sé que no lo quieres reconocer, pero estás enamorado de tu prima o… lo que sea, porque… 
—oye, no me jodas ¿eh? si quieres irte, te vas, que nadie te retiene ¿vale? y ahórrame las disculpas y las explicaciones… 
—es la verdad, siempre estás hablando de ella… 
—¡joder, quieres irte de una puta vez! 


 y como era propenso a las depresiones, igual que mi madre, y tenía esa inclinación natural, esa proclividad que aunque tú no la notes, está ahí, latente, y cualquier contrariedad, pues… y salía a emborracharme por las noches, que todos mis amigos y conocidos trabajaban en hostelería y solían invitarme o me cobraban menos, y me daban consejos y… yo les contaba lo de mabel, que el podólogo le había quitado un pellejito y a mí me había despellejado. y al principio sonreían, que les hacía gracia, pero después se cansaron y dejaron de sonreír, y yo dejé de contarlo, y me sentaba a beber en silencio, y acababa llorando, y claro, era muy molesto, y un fastidio para el resto de la clientela. y una noche se me acerca adolfo, uno que había estado trabajando en inglaterra, en el museo británico, que le llamaban -la bobina- en parte porque llevaba la alopecia cruzada de una oreja a otra y pegada al cráneo, y en parte porque era un poco simplón y amanerado, y a lo mejor por más cosas, no sé, y… se me acerca y —¡eh, venga, hombre! ¡ánimo, hay que reaccionar!— y que no valía la pena sufrir por nadie, y que a él le había pasado lo mismo, que había tenido un desengaño amoroso —¿y sabes qué hice?... me puse a trabajar como si nada, y para vaciar la cabeza de… la rabia que sentía, de la impotencia…— se había metido en un gimnasio y ya era tercer dan de jiu jitsu. no, esto me lo estoy inventando, estoy exagerando para hacerlo más llamativo, en realidad me dijo que era cinturón verde o azul —y además, en nuestro trabajo siempre te tropiezas con algún pesado, y…— podías aplicarle una llave y reducirlo, sin alterarte y sin violencia —¿por qué no pruebas, eh?... venga, hombre ¿qué pierdes? te dejo un kimono y pruebas unos días, y si no te gusta…— y cuando me vi en el espejo con el kimono de jiu jitsu, me eché a llorar, de verdad, que… me parecía que había tocado fondo, que no se podía caer más bajo, que nadie en esta ciudad, ni fuera de esta ciudad, llevaba una vida más absurda y estúpida que la mía, y que era una vergüenza ver al -gran escritor- en qué se había convertido, y pensé que si iria me viese así, con el kimono, me soltaba una hostia que… seguro… y sin embargo, fui a clase de jiu jitsu durante dos o tres semanas, una quincena, hasta que entré a trabajar en un pequeño restaurante de la marina, que me dijo adolfo que estaban buscando camarero, que se les había ido el que tenían, y me presenté y 


y nada más entrar a trabajar en el restaurante, me enamoré de una dependienta, la encargada de una tienda de ropa, una especie de boutique, que venía a comer los viernes y algún sábado, y a veces durante la semana, y siempre comía lo mismo, una ensalada completa, que se la preparaba yo, y té rojo, que me dijo que era su preferido y lo compré para ella, porque nadie pedía té rojo, sólo ella, y… era muy guapa, pelirroja, con los ojos oscuros, y la piel blanquísima, y los labios… y llevaba un traje chaqueta negro con un distintivo y su nombre -INGRID- que para mí que no era su verdadero nombre, que a lo mejor se llamaba… por ejemplo, elvira, y se lo cambió. en fin, que llegaba al restaurante y se sentaba en la mesa del rincón, que se la reservaba yo, y se ponía a hablar por el móvil con una tal belén, supongo que una amiga, y… se veía que tenía problemas con su marido o su pareja o lo que fuese, por las cosas que decía, y porque algunos días le costaba sonreírme, y aun así me sonreía. y yo buscaba esa sonrisa y me paseaba a su alrededor con el paño, colocando sillas y servilleteros, y echándole miraditas significativas, y que estaba dispuesto a contarle la historia de mi madre y a regalarle el collar de turquesas y a ayudarla y a apoyarla en lo que necesitase. que todos los idiotas, y es norma general, una vez que hemos estropeado nuestra vida, nos volcamos despiadadamente en la de los demás. y sin embargo, he de admitir que no le interesaba demasiado, ni siquiera se fijaba en mí, no sé si porque yo era camarero y ella encargada, o porque tenía casi treinta años o más y ni se fijaba en mí, o… bueno, y ya te dije que me había telefoneado iria para que fuese a casa, a celebrar con ellos las fiestas navideñas, o sea, con iria, que mi padre era capaz de pasar sin comer por no abrir la boca, y… me lo estaba pensando. y es que en esos días me torcí el pie, que había empezado a correr por lo del jiu jitsu, para ponerme en forma, y… cuando lo dejé, seguí corriendo, que me gustaba ir por el portiño, respirando el aire del mar y contemplando el paisaje, las gaviotas, los barquitos y esas cosas, y… nada, que me torcí el pie, que había muchas piedras y pisé mal, y como se puso a llover, continué con mi carrera para no mojarme y… volví a torcérmelo y me hice un esguince que no podía trabajar ni estar de pie. y cogí unas muletas y me fui a llevar la baja al restaurante. y recuerdo que andaba todo el mundo muy alegre por ahí, por la navidad y porque acababan de dar las vacaciones y… y llego al restaurante y a punto estuve de caerme por culpa de alvarito, un niño de seis o siete años que era insoportable, de verdad, un repelente, uno de esos niños consentidos ¿no sabes? que ya me había tirado la bandeja en más de una ocasión, y… eso, que estaba jugando con un globo y se me metió entre las muletas y no me caí de milagro, y gracias a que pude verlo, que lo traían señalizado del colegio con un gorrito de papá noel, y… en resumen, que entrego la baja, y estoy hablando con el dueño, que se portó muy bien conmigo, claro que yo también me portaba bien con él, que muchas veces si había apuro, me quedaba a echarle una mano, y… en fin, que estoy hablando con el dueño, y que me cuide y repose el pie, y… ya me estaba despidiendo, y veo que entra ingrid y que se va a su mesa del rincón. y yo —casi me tomaba un café, es que no desayuné nada, con las prisas…— y que estaba agotado de andar con muletas de aquí para allá, que me dolían los brazos. así que fui a sentarme muy aparatosamente en la mesa de al lado, haciendo mucho ruido con las muletas, a ver si me preguntaba qué me había pasado, aunque sólo fuese por educación, por amabilidad. pero… llegué tarde y ya estaba con el móvil —hola, soy yo otra vez… nada, que me acaba de llamar… sí… pues… eso, que se quedaba con ella, que estaba sola aquí y… ya… peor… más que cabrón, que sabe cómo está mi madre, joder… con lo de mi padre, y… por un día, qué le costaba… yo qué sé… ahora prefiero no decirles nada, que se tuvo que ir de viaje, que… sí, algo urgente, y… cuando pase toda esta mierda de fiestas, ya… en enero se lo digo… joder, se van a llevar un disgusto… sí… a ver cómo se lo digo… no… no, te lo prometo… no pienso llorar por ese cabrón nunca más… no se lo merece… es que me da un coraje… te juro que si lo tengo aquí delante… 


y de repente se oyó un estallido que nos sobresaltó a todos, que… y al momento alvarito se puso a gritar como un condenado y a soltar lagrimones y a enseñarle a su madre aquellos restos de goma que colgaban de su mano, y la madre —no llores, mi vida, que mamá te compra otro ¿sí?— y los clientes de las otras mesas sonreían compasivos y hermanados en ese espíritu —pobrecito, se asustó…— yo no, que le estaba bien, aunque la culpa era de sus padres, que… entonces me volví para mirar a ingrid y hacer algún comentario gracioso, y vi que estaba llorando, que… como te dije antes, no hay nada más contagioso que las lágrimas, y… lo hice sin pensarlo, me levanté y le dije —tranquila, yo te tapo…— y me planté allí con las muletas, delante de ella, para que no la viesen llorar. y ella lloraba y lloraba y me cogía la mano, me la apretaba agradecida, y a mí también me entraban ganas de llorar, y de hecho, salí del restaurante sin despedirme de nadie, que iba llorando por la marina, pensando en iria y en que por lo menos nosotros no estábamos tan expuestos, que teníamos nuestro refugio escondido muy adentro, y ahí siempre podíamos cobijarnos, y… que ya estaba decidido, que volvería a casa, nervioso y tartamudeando y sin saber qué decir, qué actitud… seguro que me quedaba como un idiota, mirándola, o cabizbajo, sin atreverme a mirarla. lo mejor sería coger el collar y dárselo, decirle —toma, esto es para ti… ¿te gusta?... son turquesas…— y ella me empujaría y se reiría, y yo la empujaría y… después nos iríamos a nuestra cabaña a pelearnos con cuidado, por el esguince, y yo le contaría cosas de la ciudad, y ella abriría mucho los ojos, que era su forma de animarme a disparatar, que no le importaba que me inventase las historias, se reía igual, y… aunque no le mencionaría a mabel, ni a ingrid, ni la soledad. esa soledad lenta que enmohece y apaga las miradas, y te deja… no sé, pobre ingrid, me arrepentí de haberme marchado así. me hubiese gustado consolarla de alguna manera, y abrazarla. pero lo primero que te enseñan en la escuela de hostelería es que nunca -en ningún caso o circunstancia- debes abrazar a un cliente. jamás, ni siquiera en navidad

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